El bueno de Wen, un chino de Suzhou que había vivido siete años en el Tíbet subvencionado por el gobierno de Pekín, lo tenía muy claro: “Los tibetanos deben estar agradecidos a los que hemos ido a ayudarles, ya que desde que llegamos tienen progreso y felicidad”. Para rematar su opinión se cachondeaba de los lugareños en los siguientes términos: “Si es que no saben hacer negocios, es increíble”.
Hacer negocios se ha convertido en una obligación que podría llevarte a la hambruna si no dieras con la clave de ello. El amor, la amistad, la educación, la libertad, la creatividad y cualquier obligación hasta hace años, ha quedado ninguneada por la entrada de China en el resto del mundo: el que no sepa hacer negocios que se vaya preparando. Teniendo en cuenta que para un chino hacer negocios es hacer trampas, si no adulterar, extorsionar o matar directamente.
Hoy me he dado cuenta que dos lubinas que compré ayer venían en la bolsa sin escamar y sin pensármelo dos veces me he vuelto, veinticuatro horas después, a reclamar al pescadero que terminara una faena que según él no acabó porque no entendió mi orden. Pues bien, en Camboya, no como en China, el cliente no deja de serlo cuando sale por la puerta, por lo que muy gustosamente no sólo arrancó las escamas de ambos pescados sino que, sumando destellos de grandeza, me cambió el par de lubinas por otras más frescas que ofertaba en su mostrador. “Estas ya están feas”, me dijo, retirándolas de la circulación. Mi pescadero sabe que tres veces por semana voy a comprarle mercancía y sería de imbéciles –y esencialmente de inhumanos- perder a un cliente como yo, al que no le mete goles en forma de sorprendentes subidas de precios ni sospechosas manipulaciones en lo que marca la báscula.
Para aumentar esta comparación, que dicen son odiosas aunque lo son más para los que les sacan los colores, comenzó a llover como sólo en Camboya llueve, con unos monzones que para cualquier meteorólogo de este mundo son tan conocidos como Messi para un periodista deportivo cualquiera, llegando a otra nueva conclusión de lo que es la humanidad y lo que es la otra ribera del río: los tuk-tuks, manejados por gentes aún lejanas a la humildad monetaria, recogiendo a los mojados clientes de ese mercado para llevarlos a sus destinos por los mismos precios que cobran cuando la solana es descomunal o el nublado te hace sudar a borbotones. En China, y siento caer en el delito de la comparación odiosa, he cogido taxis en días de lluvia, con tráfico desorbitante, en estaciones de tren colapsadas o en aeropuertos lejanos, en donde el chófer, que no dudo fuera una buena persona con su señora e hijo, me cobró lo que quiso –y siempre multiplicado por doce- amparado en la oportunidad del negocio, aquella que el bueno de Wen contaba como “éxito” cuando narraba sus años en Tíbet, “donde nadie sabe nada de nada”.
Uno no desea cambiar el rumo del mundo ni el curso del capitalismo; pero sí desea incidir en que aún somos personas y como tales debemos comportarnos. Y que hacer negocios está muy bien cuando el que cae en tus redes no sale escaldado.