Llevo años observando una buena cantidad de locales comerciales que además son hogares. Y desde hace unos días verificando lo que sospechaba. Habré visto miles a lo largo de mi ya cercano lustro en China. Pero hoy me centraré en tres espacios multiusos con: hogar, almacén, cocina y negocio. Todo en uno. ¡Ah! Y hablo de Shanghái, no del ‘far west’ chino. Hablo de la Concesión Francesa, el islote de farándula, progresía y expatriados que hacen creer al resto –incluidos a ellos- que la zona que pueblan es la China real, la China oficial.
Primer local, Fengyang lu (Imprenta):
-Una señora, en no más de diez metros cuadrados, trabaja con un ordenador destartalado. Junto a ella, su marido, que con una máquina gigante para esa habitación liliputiense, corta tiras de papel, folletos y tarjetas de visita. Encuadernan, ambos, en el suelo. Y si no recoges tu pedido a tiempo pudiera ser que te lo encontrarás en plena calle. Junto a los restos de un caldo.
Si su único hijo ha vuelto de la escuela la visita a la imprenta se hace más amena, ya que el heredero de la nada reclama su tarde de gloria con un balón desinflado. Y hala, todos a patear la pelota mientras el portero del conglomerado de zulos te mira con gesto resentido.
La cocina, exterior –un solo fuego y una tabla ensangrentada donde siempre reposa un cuchillo de apariencia longeva- ofrece tres veces al día de una sartén diversos salteados: por la mañana, fideos con tropezones; a medio día, pescado espinoso con arroz y verduras; y por la noche, algo de carne, otras verduras y tofu. Todo aderezado con los saborizantes más prohibidos de la vieja Europa. La máquina que hierve el arroz, que el equivalente en España sería el maldito microondas que insulta a los guisados, yace en el suelo, como en cada hogar mandarín.
A eso de las diez, trece horas después de haber levantado la persiana, el patriarca, que es el que cocina ante su nulidad en las técnicas impresoras, vuelve a echar el cierre por dentro. Y allí se quedan todos: viendo la tele ellos y lavando la ropa ella. A mano, por supuesto.
La luz interior me confirma que a la escasa media hora todos suben por una escalera de electricista a un habitáculo, el cual no vi, pero que debe ser su camastro-ropero. Todos duermen juntos, sin ventana. Con la única luz que proviene de abajo. Muy escasa.
Segundo local, Wukang lu (Tienda de comestibles):
Lo de ‘comestibles’ lo digo por respeto, porque en cada tiendecita de cada barrio de cada ciudad china siempre se expende lo mismo: productos procesados, enlatados o empaquetados, con ninguna materia prima o alimento de valor. Patatas fritas con saborizantes, sopas liofilizadas, lácteos sospechosos, zumos aguados, tabacos violentos, licores asesinos y cervezas templadas.
El tendero, de Shanghái, no para de fumar tras la barra. Allí, junto a sus pies, una tele a todo volumen le va narrando el parte del Partido Comunista, otrora militar, hoy sentimental-vulgar. Un cenicero colapsado certifica la complejidad de este país. Mientras, un niño requiere un refresco de cola, de los malos malísimos americanos, que demuestra que incluso la propaganda no puede con algunas campañas publicitarias.
Haga frío extremo o calor insultante el tendero se sitúa en la misma posición mirando su aparato emisor sin abrir la boca. Tanto si le compras como si le preguntas, él procurará ceñirse a su mundo. Quisiera verlo en un momento diferente: tsunami, invasión nipona, atraco… a ver cómo reaccionaba. Parece de hielo.
Salvo para orinar o lo otro, sólo se levanta para saltearse su comida en una hornilla que yace junto al suelo. Y para acostarse, a eso de las nueve, cierra su persiana por dentro que deja ver al paseante como se acuesta a metro y medio de su cenicero colapsado. Esta vez es una radio antiquísima la que le ayuda a dormir. A escasos metros, un restaurante vende el cubierto a algo más de cien euros por cabeza. En él, habitaciones privadas con teles de plasma y baños de mármol dan cabida a grupos de ocho personas en un espacio de algo más de 80m2.
Tercer local, Wuyuan lu (Lavandería):
Un matrimonio golpeado por la crudeza de Shanghái aguanta las últimas bocanadas de sus vidas planchando y lavando de aquélla manera. Su hija, fruto de la obligación de cumplir la función social y podrida de tanta prisa en el arranque del país, pierde el tiempo modernizándose más deprisa de lo que envejecen sus padres.
La lavandería da dinero pero también reumas. Y el dinero, no se sabe bien el porqué, no termina de convencer a los lavanderos que no dejan de pernoctar, asearse y cocinar en la parte trasera del negocio, sin ventana y de no más de 25m2. Allí, como una cárcel hogareña, se amontonan los recuerdos familiares, la ropa de verano y las prendas que no recogen los clientes. Libros no hay aunque teles hay dos. Una antiquísima y otra de los noventa.
Cuando dan las diez y media, que el extranjero se mueve más tarde que el nativo, bajan la persiana por dentro y tratan de dormir entre olores a detergente y vapores de plancha. Una foto de Mao, original de hace muchos años, preside un habitáculo donde la hija no podrá ni gozar sus sueños eróticos. Dos camas separadas por menos de un metro son los lugares donde deben descansar tres espaldas y seis piernas. El sonido del tráfico, tan desaprensivo por estos lares, se cuela por las rendijas de una persiana desvencijada. Y tras ella, lo habitual.
@JoaquinCamposR (Twitter)